Casos históricos

La investigación histórica de casos de lucidez terminal (LT) es un campo casi inexplorado. El biólogo alemán Michael Nahm es quien más ha investigado y publicado sobre ello, y al parecer el único en hacerlo con cierta regularidad. La mayoría de sus textos se pueden consultar libremente (véase el apartado Lecturas en esta misma web), y a ellos nos remitimos para redactar esta modesta evaluación a partir de su trabajo y sus resultados.

Nuestro acercamiento, a través de Nahm, a la literatura médica sobre LT bien podría calificarse de “agridulce”. Por un lado, su investigación —en parte realizada junto con el profesor Bruce Greyson, destacado especialista en experiencias cercanas a la muerte— afirma haber hallado más de 80 referencias a casos de LT en pacientes con enfermedades mentales en los últimos 250 años, la gran mayoría publicados entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX. De esas más de 80 referencias, se pudo acceder al informe específico en 49 de los casos. Aunque Nahm y sus colaboradores ofrecen en sus artículos pocos ejemplos para ilustrar esos hallazgos, incidiendo sobre todo en el aspecto general estadístico de sus pesquisas, algunos de esos ejemplos —pero no todos, como explicaremos después— bastan para evidenciar, a nuestro juicio, que los episodios de LT cuentan con una larga trayectoria en la fenomenología de la muerte, y que no responden necesariamente a la genérica “mejoría antes de la muerte” asociada a todo tipo de enfermedad.

Por otro lado, sin embargo, no es posible ocultar las carencias y limitaciones de la revisión histórica que Nahm presenta, y que él mismo reconoce. En primer lugar, se observa una notable deficiencia en muchos de los diagnósticos, y casos en los que ni siquiera existen diagnósticos que valorar. En palabras del propio autor:

“Por desgracia, los diagnósticos psiquiátricos de los pacientes moribundos a menudo eran anticuados, deficientes o no se mencionaban en absoluto en muchos de los 49 informes de lucidez terminal recuperados. Cuando se indicaban diagnósticos en los informes de casos más antiguos del siglo XIX, solían referirse a «manía» o «melancolía», aunque algunos de estos pacientes probablemente serían diagnosticados con esquizofrenia hoy en día.” [1]

Ello hace difícil evaluar hasta qué punto la aparición de la LT en tales casos corresponde con una genuina LT paradójica, es decir, con aquella que se manifiesta en un cerebro grave e irreversiblemente dañado, y del que, por tanto, no cabría esperar atisbo alguno de recuperación. No todas las descripciones publicadas por Nahm, ciertamente, parecen cumplir este criterio.

La citada esquizofrenia, por ejemplo, no implica una degradación masiva del tejido cerebral, tal como el autor admite, por lo que un retorno de la lucidez en estos enfermos antes del fallecimiento no tiene las implicaciones, en cuanto a la relación entre conciencia y cerebro, que sugiere Nahm en sus trabajos y nosotros en esta web. No es imposible, por supuesto, que estemos ante manifestaciones de un mismo fenómeno —sea cual sea la enfermedad diagnosticada—, pero creemos que, por el momento y a falta de que se arroje mayor luz sobre el asunto, el retorno de la lucidez a un cerebro afectado pero orgánicamente operativo —como en la esquizofrenia— y a otro que está casi destruido o ampliamente degradado —en demencias y tumoraciones avanzadas— no puede tratarse de la misma forma en las investigaciones, a menos que estas se centren abiertamente en la más laxa y abarcadora mejoría antes de la muerte, sin duda objeto legítimo y recomendable de estudio.

En segundo lugar, una vez hecha la aclaración sobre la discutible calidad de los informes históricos que se presentan al público, debemos referirnos también a su insuficiente cantidad. De los 49 informes de casos localizados que cita Nahm, apenas se presenta al lector una magra muestra diseminada a lo largo de distintos artículos. Comprendemos las limitaciones de formato de las revistas científicas, pero, aun así, ¿no habría sido posible dedicar al menos un texto a inventariar todas esas descripciones de casos encontradas en la seguramente ardua revisión historiográfica llevada a cabo por Nahm y sus colaboradores? ¿Por qué no dejar constancia pública de ese conocimiento acumulado, tanto de los casos como de las fuentes consultadas, en beneficio de los actuales lectores y de las futuras investigaciones, y sobre todo para evitar un nuevo rastreo sistemático de archivos y documentos que ya han sido sistemáticamente rastreados?

Más allá de estas debilidades, algunas quizá inevitables y otras predecibles, dado el novedoso y oscuro campo de estudio en que se proyectan, el notable esfuerzo documental de Michael Nahm, tal como decíamos al principio, sin duda afianza la realidad histórica de la LT en enfermos con un gran deterioro cerebral, por más que, a nuestro juicio, sea solo a través de un puñado de casos cuyos pormenores relatamos más abajo. Como refrendo de esa continuidad temporal, Nahm y Greyson ofrecen una breve relación de autoridades que en su momento se mostraron concernidas por el fenómeno:

“Entre los primeros autores que informaron de o analizaron la lucidez terminal [en enfermos con afecciones mentales] se encontraban médicos destacados como Benjamin Rush (1746-1813) en Estados Unidos; Andrew Marshal (1742-1813) y John Abercrombie (1780-1844) en el Reino Unido; Alexandre Brierre de Boismont (1797-1881) en Francia; y Karl Friedrich Burdach (1776-1847), Johann Baptist Friedreich (1796-1862) y Wilhelm Griesinger (1817-1868) en Alemania.” [1]

En descargo del escrutinio histórico de Nahm y otros autores, queremos hacer una última observación que subraya las dificultades que plantea mirar hacia el pasado en investigaciones de esta naturaleza. En los siglos XVIII y XIX, la psiquiatría caminaba con paso lento y vacilante hacia su constitución como disciplina científica. Ya se ha mencionado la pobre condición de los diagnósticos, pero similarmente pobre era el abanico terapéutico que se dispensaba a los pacientes. Aunque bajo el impulso de Pinel, Esquirol y otros alienistas se comienza a propugnar un trato más humano y se consiguen avances y reformas, en la práctica muchas de las instituciones de acogida mantuvieron un enfoque punitivo sobre los enfermos y el recurso a medidas coercitivas, como el aislamiento, los castigos corporales y las camisas de fuerza.

A las deficiencias nosológicas en la comprensión de los trastornos, por tanto, se añadían las deficiencias en los cuidados facilitados a los enfermos, a menudo tratados como presidiarios y abandonados a su suerte en celdas oscuras e insalubres. Esto se unía, por un lado, a la reducida esperanza de vida propia de la época, y que solía comportar una muerte prematura cuando golpeaba la fiebre, una infección o una grave enfermedad; por otro lado, estaba el poderoso estigma social que aún pesaba sobre la “locura”, y que llevaba a muchas familias a deshacerse del familiar afectado mediante su internamiento en alguna remota institución.

La conclusión más obvia de todo ello es que muchos enfermos de demencia y otros males neurodegenerativos morían relativamente jóvenes, mucho antes de entrar en las fases avanzadas de la enfermedad. En consecuencia, resultaba imposible observar un retorno de la lucidez en pacientes que aún no la habían perdido de manera significativa. Al mismo tiempo, el abandono en el que malvivían muchos enfermos, no solo insuficientemente atendidos por el personal de los asilos, sino olvidados por sus propias familias, hacía mucho más improbable la presencia de testigos que pudieran registrar y compartir un episodio de lucidez terminal.

Por suerte, esa realidad histórica de la LT, fragmentaria y elusiva, encuentra su mejor respaldo en el creciente goteo de casos contemporáneos publicados y la irrupción, esperemos que imparable, de un campo de estudios que podría demostrarse crucial para nuestra comprensión del individuo y su conciencia.

Casos

En una obra publicada en 1808, el médico y filósofo Gotthilf Heinrich Schubert refiere brevemente el siguiente caso. Pese a lo sucinto de la descripción, nos parece significativo por el vasto periodo en que transcurre la afección —casi tres décadas—, la incapacidad total para articular palabra y, tras un lapso tan extenso, la cercanía de las facultades recuperadas al momento de la muerte:

“Un anciano enfermo había permanecido en cama, «debilitado y completamente mudo», durante 28 años. El último día de su vida, recuperó repentinamente la conciencia y la capacidad de hablar tras tener un sueño gozoso en el que se anunciaba el fin de su sufrimiento.” [2]

A veces, ante la ausencia de diagnóstico y detalle descriptivo, la mención a los hallazgos derivados de la autopsia sirve para confirmar el notable deterioro del cerebro en pacientes con episodios de LT. Es así en los dos casos que citamos a continuación, el primero publicado en 1815 por el médico británico Andrew Marshal, el segundo por C. Pfeufer en 1822:

“Un exteniente de la Marina Real, loco y muy violento, que también sufría de una grave pérdida de memoria, hasta el punto de no recordar ni siquiera su nombre. El día antes de su muerte, recuperó la cordura y pidió la presencia de un clérigo. Con él, el paciente conversó atentamente y expresó su deseo de que Dios se apiadara de su alma. Una autopsia reveló que su cráneo estaba lleno de un líquido de color pajizo que dilataba partes del cerebro, mientras que la propia materia cerebral y el origen de los nervios eran extrañamente firmes, y los nervios olfatorios presentaban una apariencia casi fibrosa.” [2]

“Un niño de 6 años se cayó sobre un clavo que le atravesó la frente. Poco a poco, desarrolló dolores de cabeza cada vez mayores y trastornos mentales. A los 17 años, sufría dolores constantes, estaba extremadamente melancólico y comenzaba a perder la memoria. Fantaseaba, parpadeaba continuamente y miraba objetos específicos durante horas. Cuando, además, empezó a vomitar con frecuencia, fue ingresado en un hospital. No podía sentarse ni levantarse de la cama. Permaneció en este estado durante 18 días. En la mañana del día 19, se levantó repentinamente de la cama y se mostró muy lúcido, afirmando estar libre de todo dolor y malestar. Tenía la intención de salir del hospital al día siguiente. Un cuarto de hora después de que el médico que lo atendía lo dejara, cayó inconsciente y falleció a los pocos minutos. La parte frontal de su cerebro contenía dos bolsas de tejido llenas de pus del tamaño de un huevo de gallina.” [3]

De 1829 data este otro caso:

“Durante varios años, un joven solía sentarse en una silla y mirar fijamente al suelo. Estaba muy rígido y tenía grandes dificultades incluso para el más mínimo movimiento de sus extremidades. Apenas podía caminar, nunca pronunció una sola palabra y nunca se alimentó por sí mismo durante esos años. Finalmente enfermó de tifus. Un día, recuperó la lucidez y empezó a cantar, incluyendo algunas canciones religiosas y el famoso «Freut euch des Lebens» [Alégrate de estar vivo]. Al día siguiente, murió con serenidad.” [3]

Nahm también recoge y resume así un caso referido en una obra de 1921, sobre un paciente que llevaba varios años ingresado en un asilo con un serio trastorno mental:

“Un día, el amigo de Surya recibió un telegrama del director del manicomio diciendo que su hermano quería hablar con él. Inmediatamente lo visitó y se asombró al encontrarlo en perfecto estado mental. Al salir, el director del manicomio le informó que la lucidez mental de su hermano era una señal casi segura de su inminente muerte. De hecho, el paciente falleció poco después. Posteriormente, se le realizó una autopsia cerebral, a la que se permitió asistir al amigo de Surya. Esta reveló que el cerebro estaba completamente lleno de pus y que esta condición debía de haber estado presente durante mucho tiempo. Surya se pregunta: “¿Con qué, entonces, volvió a pensar con claridad durante los últimos días de su vida esta persona cerebralmente enferma?” [2]

Uno de los casos más peculiares y enigmáticos, al que Michael Nahm y Bruce Greyson dedican un artículo completo, es el de Anna Katharina Ehmer, también conocida como Käthe. Su historia, referida por dos testigos directos, el pastor protestante Friedrich Happich y el médico Wilhelm Wittneben, no solo es un ejemplo de lucidez terminal, sino tal vez el más extremo, por las circunstancias que se detallan a continuación.

Fallecida en la institución psiquiátrica de Hephata (Alemania) en 1922, Käthe era una joven con una severa discapacidad que jamás había articulado palabra. Happich, quien llegaría a ser director de Hephata, la describe así:

“Käthe fue una de las pacientes con discapacidades mentales más graves que han vivido en nuestra institución. Desde su nacimiento, sufrió un retraso mental grave. Nunca aprendió a pronunciar una sola palabra. Se quedaba mirando fijamente un punto en particular durante horas, y durante horas se movía nerviosamente sin descanso. Se atiborraba de comida, se ensuciaba día y noche, emitía un sonido parecido al de un animal y dormía. Durante todo el tiempo que vivió con nosotros, nunca la vimos prestar atención a su entorno ni por un segundo. Tuvimos que amputarle una pierna y se consumió.” [4]

Además, Käthe había sufrido numerosos y severos episodios de meningitis, lo que, según Wittneben, médico jefe de psiquiatría en el asilo, había dañado considerablemente su cerebro. En conclusión, la joven nunca había estado en posesión de lucidez alguna, en ningún momento de su corta vida. Lo que Happich describe en la escena de su fallecimiento, por tanto, no es la recuperación, sino el acceso por vez primera a la claridad mental:

“Un día me llamó uno de nuestros médicos, un respetado científico y psiquiatra. Me dijo: «¡Venga de inmediato a ver a Käthe, se está muriendo!». Cuando entramos juntos en la habitación, no podíamos creer lo que veíamos ni oíamos. Käthe, que nunca había pronunciado una sola palabra, pues tenía una discapacidad mental total de nacimiento, se cantaba a sí misma canciones para acompañar la muerte. En concreto, cantaba una y otra vez: «¿Dónde encuentra el alma su hogar, su paz? ¡Paz, paz, paz celestial!». Cantó durante media hora. Su rostro, hasta entonces tan idiotizado, se transfiguró y se espiritualizó. Luego, falleció en silencio. Al igual que la enfermera que la había cuidado y que yo mismo, el médico tenía lágrimas en los ojos.” [4]

Y el propio Happich observa:

“Presenciamos la muerte de esta chica con profundas emociones. Su muerte nos planteó muchas preguntas. Obviamente, Käthe solo había ignorado superficialmente todo lo que sucedía a su alrededor. En realidad, parecía haber internalizado gran parte de ello. Porque, ¿de dónde conocía la letra y la melodía de esta canción, si no de su entorno? Además, había comprendido el contenido de esta canción y la había utilizado adecuadamente en el momento más crítico de su vida. Esto nos pareció un milagro. Pero aún mayor fue el milagro de que Käthe, hasta entonces completamente muda, pudiera recitar de repente la letra de la canción con claridad e inteligibilidad. El Dr. W. [Wittneben] afirmó una y otra vez: «Desde una perspectiva médica, me enfrento a un misterio. Käthe ha sufrido tantas infecciones graves de meningitis que, debido a los cambios anatómicos en el tejido cerebral cortical, no es comprensible cómo la moribunda pudo cantar de repente de forma tan clara e inteligible».” [4]

Aunque el de Käthe bien podría parecer un caso único, lo cierto es que tanto Wittneben como Happich lo insertan en un marco general de anomalías no tan excepcionales como cabría esperar. El primero escribe:

“Quien haya sido médico en un asilo para enfermos mentales durante mucho tiempo y haya estudiado a fondo la vida mental de los pacientes, habrá abandonado la vieja idea de que siempre es una enfermedad cerebral reprimida e incurable la que causa el trastorno mental. Para su gran asombro, habrá presenciado a menudo que, en ciertas circunstancias, como durante las enfermedades y, especialmente, en la hora de la muerte, se produce un resurgimiento de facultades mentales latentes en imbéciles aparentemente bastante trastornados.” [4]

En 1932, cuando Alemania se precipitaba hacia su particular locura genocida y la eutanasia masiva de discapacitados era una amenaza latente, Happich —pese a que distaba de ser antinazi— se apoyaba en esas vivencias con sus pacientes para oponerse frontalmente al crimen que años más tarde se perpetraría contra buena parte de ellos:

“Para mí, el idiota más trastornado mentalmente no es inferior a las personas normales en el sentido más profundo. He vivido varias experiencias transformadoras, algunas de ellas junto al médico jefe de nuestra institución, el doctor Wittneben. Estas experiencias me han demostrado que incluso el imbécil más miserable lleva una vida interior oculta tan valiosa como la mía. Es solo la superficie destruida la que le impide mostrarla al exterior. A menudo, en las últimas horas antes de la muerte, todos los impedimentos patológicos se desvanecían y revelaban una vida interior de tal belleza que nos quedábamos parados frente a ella, conmocionados hasta la médula. Para alguien que ha presenciado tales eventos, la cuestión de la eutanasia controlada legalmente está por completo zanjada.” [4]

* * *

Referencias:

[1] Nahm, M. & Greyson, B. Terminal lucidity in patients with chronic schizophrenia and dementia: A Survey of the Literature. Journal of Nervous and Mental Disease, 197 (2009), p. 942-944.

[2] Nahm, M. Terminal lucidity in people with mental illness and other mental disability: An overview and implications for possible explanatory models. Journal of Near-Death Studies, 28 (2009), p. 87-106.

[3] Nahm, M. et al. Terminal lucidity: A review and a case collection. Archives of Gerontology and Geriatrics, 55(1) (2011), p. 138-42. 

[4] Nahm, M. & Greyson, B. The death of Anna Katharina Ehmer. A Case Study in Terminal Lucidity. Omega, 68(1) (2013-2014), p. 77-87.