La importancia de la lucidez terminal. Razones para su estudio.

Sergio Pérez Pariente - Septiembre 2025

Me preguntaba un amigo hace poco por qué me interesa tanto el fenómeno de la lucidez terminal. Psicólogo de formación y reacio al aventurismo especulativo, no terminaba de comprender mi recién encontrado entusiasmo por un asunto que, desde el paradigma científico actual, bien podría nacer y morir en el ortodoxo marco de la biología.

Quisiera compartir mi respuesta en estas líneas, y abundar en ella, confiando en que servirá también para afianzar la pertinencia de esta web. Dejaré para el final la razón que considero de más peso, que guarda relación con postulados no materialistas y que acaso justifique por sí misma el esfuerzo divulgador que ahora emprendemos. Comenzaremos, por tanto, aplazando la filosofía en beneficio de cuestiones más tangibles y menos divisivas.

Antes de ello, aclaremos que la lucidez terminal que aquí se discute (LT, en adelante), tanto en este artículo como en toda la web, no es la más genérica “mejoría antes de la muerte”, aquel estado en que el enfermo (de cualquier enfermedad) parece recuperar fuerzas, presencia de ánimo y locuacidad poco antes de su fallecimiento; un fenómeno del que se tiene amplia constancia en cualquier departamento de enfermería y del que no es difícil encontrar testigos, incluso entre amigos y familiares directos. Pese a que no carece de interés y permanece asimismo inexplicada, la mejoría antes de la muerte no presenta el mismo desafío para la ciencia ni tiene las mismas implicaciones que la lucidez recuperada por pacientes con el cerebro casi destruido tras largos años de deterioro o por una agresión tumoral.

Es por ello que aquí solo trataremos con lo que ciertos autores empiezan a calificar de LT “paradójica”, es decir, aquella que se manifiesta en los momentos finales de pacientes aquejados de demencias y otros trastornos neurodegenerativos, o que son víctimas de otras afecciones que comportan profundos daños cerebrales (tumores, ictus, etc.). Las aguas terminológicas aún bajan algo revueltas en una disciplina incipiente en la que está casi todo por hacer, pero lo que de verdad importa, a nuestro juicio, es que la investigación y el debate se abran camino más allá de etiquetas y denominaciones sometidas a constante revisión.

Razones médicas y terapéuticas

En primer lugar, tal como apuntan distintos autores, un estudio exhaustivo de la LT podría conducirnos hasta su marcador biológico, hasta la impronta orgánica que su manifestación pudiera dejar en el cerebro. Al margen de si la lucidez es consecuencia o causa —perspectiva, esta última, que eriza el vello de los científicos más cientistas— de las transformaciones cerebrales, sería de esperar algún tipo de correlación entre aquella y estas, de modo que los cambios registrados por un observador externo permitieran su constatación a nivel interno y su posterior análisis.

Una vez en ese punto, no es descabellado imaginar un escenario en que dicho marcador, ya descifrado, pudiera replicarse a voluntad en el cerebro de otros pacientes para generar “artificialmente” lucidez, o incluso para revertir el curso de la enfermedad y los daños producidos, despejando así la vía para una completa curación. Con millones de nuevos diagnósticos cada año de afecciones neurodegenerativas, no es posible exagerar el impacto que podría tener una exploración a fondo de semejante posibilidad, ni la severa miopía que delataría renunciar a ella de partida por considerarla una quimera. En el campo de la relación entre mente y cerebro, del que tan poco sabemos, nada se antoja quimérico en origen, salvo la falsa certeza de que los caminos andados hasta ahora son todos los que quedan por andar.

No es descartable, además, que la investigación del fenómeno pudiera resultar estéril para comprender mejor las demencias, pero fructífera para comprender mejor el cerebro y su fisiología, lo cual ya supondría un gran avance para la ciencia médica. No sería la primera vez, y tampoco la última, que las expectativas en un ámbito de estudio no se ven cumplidas en sus máximos mientras arrojan una valiosa luz de mínimos sobre zonas que se anticipaban secundarias.

Por otro lado, un mayor conocimiento de la LT podría hacer que los cuidados a los enfermos se dispensaran de manera más eficaz, gestionando de otro modo el suministro de medicamentos, por ejemplo, para favorecer los episodios de lucidez y la comunicación del paciente con sus familiares. Todo el enfoque clínico actual podría verse ampliamente mejorado, empezando por la práctica cotidiana de quienes se ocupan de atender a los enfermos. Sobre los cuidadores, en general, y sobre los cuidadores que además son allegados, en particular, abrimos otro pequeño bloque ya que su papel nos parece de especial importancia.

Los cuidadores

El “regreso” de mi padre ha sido la única vez en mi vida que he presenciado algo parecido a un milagro médico. Luego, cuando busqué gente con quien hablar de ello, pronto me di cuenta de que nada te hace sentir más solo que el encuentro con lo aparentemente milagroso. Nadie había oído hablar de ello. Pocos estaban dispuestos a creerlo.

Mi familia se jacta de ser racional, de evaluarlo todo según criterios científicos. Esta experiencia desbarata nuestra comprensión de la realidad, donde todo está estructurado y es “inequívoco”. Excepto, por supuesto, la claridad mental de mi abuela antes de morir. Creo que soy el único de nosotros que intenta entender todo esto, incluso recurriendo a planteamientos religiosos o espirituales. En cualquier caso, lo que viví ocupa un lugar excepcional en la visión del mundo de mi familia. Tal vez por eso preferimos no hablar del tema.

Testimonios como estos, recogidos en El umbral de Alexander Batthyány (Errata Naturae, 2025), dan idea del asombro que provoca el fenómeno en quienes lo presencian a pie de cama, ya se trate de familiares o de cuidadores profesionales. Para estos últimos, resultaría de gran ayuda un protocolo de actuación que los prepare integralmente para un posible episodio de LT, no solo desde el ángulo terapéutico respecto a los pacientes, sino también en lo emocional para sí mismos. No debemos olvidar que, en muchos casos, será el personal médico y de enfermería el que se encargue de informar a los familiares sobre la LT de su ser querido, y que quizá sean esos primeros y delicados momentos, cuando se comunica y se recibe la noticia de lo insólito, los que marquen decisivamente la relación de los allegados con el fenómeno, la gestión de sus propias emociones y la hoja de ruta que seguirán para transmitirlo a otros, o para enterrarlo en su memoria como si nada hubiera sucedido.

Al igual que ocurre con quienes han vivido experiencias cercanas a la muerte, aquellos que han sido testigos de LT paradójica encuentran difícil comunicar su testimonio, conscientes de las reticencias —cuando no burla o desdén— con que suelen recibirse las historias que no encajan en los marcos explicativos convencionales de un ámbito tan ortodoxo como el de la medicina. Por esta razón, probablemente, muchas de esas historias se han visto relegadas al olvido o al anillo más cercano de allegados, mientras que otras ni siquiera llegan a ser verbalizadas. Como resultado, y al carecer de referentes y espejos en los que mirarse, los siguientes testigos de LT gestionarán sus experiencias de manera similar, perpetuando un círculo vicioso del que no es fácil escapar.

Por eso también se antoja necesario otro protocolo, esta vez de apoyo a las familias, que, además de lidiar con las duras circunstancias de la enfermedad y de una muerte próxima, deben asimilar que un evento inesperado y de tintes casi milagrosos ha venido a trastocar la esperada cuenta atrás de la agonía, devolviéndoles pasajeramente al ser que ya creían perdido y con el que no contaban con volver a dialogar. Un protocolo de apoyo, por tanto, pero no solo psicológico, sino también de conocimiento (que redundará inevitablemente en bienestar psicológico). Es fundamental que las familias comprendan que el fenómeno es real, que cuenta con una larga aunque mal documentada historia, y que es un objeto legítimo de estudio para la ciencia médica, a la que ellos pueden aportar, si lo desean, su valiosísimo grano de arena.

Mucha más razón, mucha más ciencia, esto ha de ser el objetivo. Hoy en día, en un mundo donde crecen descontrolados los hongos de la desinformación y las emociones, con frecuencia las más bajas y primarias, sustituyen en muchos ámbitos al pensamiento, la razón y la ciencia han de dar un paso al frente. Y cuando escribo “ciencia” me refiero a voluntad científica, la voluntad de expandir sus límites, y de expandir con ellos el conocimiento.

Sin esa voluntad, la LT, al igual que otros fenómenos incomprendidos, despreciados y arrumbados, seguirá siendo una suerte de no-lugar, una condición invisible, fantasmal, como invisibles y fantasmales serán los recuerdos de quienes la vivieron en primera línea, condenados a un disperso anecdotario por cuyos “tintes casi milagrosos” alguien se interesará de cuando en cuando, sacándolos de un olvido al que regresarán con la próxima marea.

Conciencia y futuro

Dicho todo lo anterior, llegamos a la razón primera y principal impulso de esta web. No se trata de una certeza, sino de una mera posibilidad, pero quizá la más sugestiva y de implicaciones más profundas para el ser humano. A modo de pregunta, se resume así: ¿podría ser la lucidez terminal (paradójica, se entiende) una evidencia de que el cerebro no genera la conciencia, es decir, que la mente o la conciencia —o como queramos llamarlo— no es una mera función cerebral, un subproducto local que perece inevitablemente al perecer su productor? Si la condición de subproducto fuera su naturaleza, no cabría esperar su vuelta cuando el cerebro está masiva e irreversiblemente dañado. Y sin embargo, sucede.

(Una pequeña digresión semántica para indicar que preferimos el uso de ‘conciencia’ sobre el de ‘consciencia’, aunque los dos son sinónimos según la RAE, en concreto la acepción sexta de ‘conciencia’ y la cuarta de ‘consciencia’: “Facultad psíquica por la que un sujeto se percibe a sí mismo en el mundo”.)

Como sabrán todos los curiosos que estén leyendo estas líneas, la relación entre el cerebro y la conciencia continúa siendo un misterio científico. ¿De qué manera un órgano, por compleja que sea su constitución, genera la capacidad de pensar sobre sí mismo, de hacer música, emitir pronósticos o tramar complejísimas venganzas? Aquello que desconcertaba al neurofisiólogo y Premio Nobel John Eccles, pese a ser especialista en sinapsis cerebrales (o quizá por ello): ¿cómo es posible que se forme una conciencia unitaria, integral, indivisible a partir de un atomizado microcosmos de múltiples conexiones neuronales?

El propio Eccles se respondía creyendo que no era posible, y favoreciendo la hipótesis de que la conciencia tiene su propia y autónoma dimensión existencial, más allá de su relación con el cerebro. También lo sospechamos en esta web. Cualquiera que haya acumulado ciertas lecturas se encontrará a sí mismo compartiendo la sospecha. He aquí el listado incompleto que permite alimentarla:

Experiencias cercanas a la muerte —o experiencias recordadas de muerte, como prefiere el doctor Sam Parnia— en las que el sujeto de la experiencia facilita información, verificada después como correcta, imposible de conocer para dicho sujeto mediante sus sentidos físicos convencionales, dado el estado de muerte clínica en que se hallaba; visiones en el lecho de muerte en las que el moribundo conversa con allegados que creía vivos, pero que, en efecto, ya habían fallecido sin que aquel tuviera constancia; niños que dicen recordar una vida anterior, ofreciendo nombres y detalles específicos, comprobados después como correctos y a menudo acompañados de marcas de nacimiento que se corresponden, según el informe forense, con la marca de fallecimiento de la personalidad anterior; presuntas comunicaciones tras la muerte, ya sean espontáneas o buscadas, que demuestran un conocimiento íntimo e inexplicable sobre materias privadas, estrictamente reservadas.

Y ahora la lucidez terminal, el portentoso retorno de la conciencia a los pecios de la nave que en teoría la transportaba, sin otro horizonte, al parecer, que el de dar vueltas por un océano sin costas, sin orillas, hasta el final hundimiento y la total extinción.

Si el conservadurismo, el miedo a caer en desgracia, la filosofía materialista, una cruda, descarnada incuria y otras pesadas cadenas impiden a la mayor parte de científicos hacer ciencia ante lo desconocido, o considerarlo siquiera, ¿qué cadenas habremos de romper nosotros, vulgo sin cátedra, sin privilegios ni reputaciones que perder? ¿Qué temores nos aherrojan al muro de nuestros propios confines? ¿Eludiremos la historia más grande que podría contarse para seguir felizmente cautivos de nuestras inmutables convicciones, como los ilustres inquilinos de la caverna platónica?

* * *

“Porque si se llegara a demostrar que la conciencia no es local, es decir, que trasciende nuestro estado físico y por tanto nuestra muerte, el beneficio para la humanidad podría ser colosal, quizá la única esperanza para cambiar el rumbo suicida de nuestra navegación por este mundo, y de allanar un poco el camino hacia el siguiente.”

Algo similar —aunque más sucinto y menos literario, quiero creer— le respondí a mi amigo aquel día, cuando quiso saber las razones de mi desmedido interés en la LT. A las ya aducidas a lo largo de este artículo, sumamos ahora la menos evidente y, al mismo tiempo, la de mayor calado y necesidad.

No comulgo con la idea de que, en términos morales, el mundo es peor ahora de lo que era antes. Ocurre que tampoco asumo lo contrario. Entiendo la historia del mundo como una sucesión inevitable de vaivenes donde civilización y barbarie ni se crean ni se destruyen, simplemente se transforman, y donde los derechos ayer conquistados se pueden perder al día siguiente a manos de una fuerza superior, o porque, simplemente, se dejan de considerar derechos. En palabras del filósofo John Gray: “Las ideas sobre la justicia son tan atemporales como la moda en los sombreros”.

A modo de amarga ilustración, somos testigos de cómo la burbuja de desarrollo material, democracia liberal y pretendida superioridad moral en que viven los países de Occidente desde hace unos ochenta años estalla ahora, ante nuestros ojos, con el nuevo ascenso del viejísimo autoritarismo, del racismo sin complejos y del siempre pútrido nacionalismo étnico, y con el descenso a los infiernos de la hipocresía más criminal. Mientras escribimos estas líneas, el genocidio en Gaza continúa su curso, perpetrado en directo cada día con el incondicional apoyo militar, político, económico y mediático de los mismos que pregonan una ilusoria cúspide civilizatoria, que no es sino el triángulo invertido de su degeneración moral.

¿Qué podrían decir los gazatíes del fantástico relato del progreso moral humano, de la legendaria evolución social? ¿Les servirá de consuelo, a los que queden vivos, nuestra inquebrantable fe en que el mundo avanza, aunque lo haga sobre los cuerpos desnutridos, reventados, carbonizados de sus hijos, sobre el desierto de escombros al que hemos reducido sus hogares mientras veneramos el cadáver descompuesto del Derecho internacional? ¿Hallaron el mismo consuelo quienes caminaban desnudos hacia las cámaras de gas?

En el tiempo y los espacios que median entre las tablillas de arcilla y las pantallas digitales, solo hay una segura constante: invasiones, torturas, persecución, guerras, exterminios, destrucción. Crímenes y criminales de toda etnia, religión e ideología, aunque invariablemente varones. Durante gran parte de mi vida he recelado —y me he burlado— de quienes vendían la panacea de la “revolución interior” para los males del mundo. Cuán equivocado estaba y qué ciego se me antoja ahora ese recelo.

¿Podría la evidencia científica de que la conciencia no muere, de que la muerte no existe salvo para el cuerpo, sanarnos colectivamente y poner punto final al programa de odio, violencia y terror que marca nuestra presencia en el planeta? ¿Podríamos forjar nuevas bases materiales para nuestra sociedad desde la certeza de que todo continúa, de que nuestros actos trascienden y nos acompañan en la aventura de una vida que no acaba, y cuyos misterios apenas empezamos a desvelar? ¿Podríamos toparnos, finalmente, con ese esquivo sentido de la existencia que nos rehúye con la misma determinación que alienta nuestra búsqueda?

No lo sabemos. Y por ello, precisamente, debemos enarbolar estas preguntas como si la vida nos fuera en sus respuestas.

Porque quizá nos vaya. Al menos el tipo de vida que nos gustaría vivir.